Quiero ser millonario…

…para olvidarme de los amigos

Dicen que en cierto poblacho catalán, al atardecer, el funcionario de turno activa el comunicado político del adoctrinamiento masivo. Por los altavoces de la Casa Consistorial se emite la misiva sin derecho a replica y con el deber cumplido al llevar a cabo su tarea diaria.

Sentado en mi hogar, lejano, en la distancia geográfica y en la cercanía de la preocupación, me asaltan dudas, en el detalle siempre estuvo la esencia de las cosas.

Intentando llegar a ese detalle imperceptible de tan absurda situación. Visualizo el momento.

Imagino la luz del lugar, me llega el olor, la temperatura…

En la lejanía los niños, hijos de payés, juegan mientras un grupo de convecinas comenta los últimos cuchicheos del pueblo. Dos ancianos, sentados en la sombra, mantienen la mirada fija en el infinito, mismo infinito para ambos con oscuro final.

El detalle, ¿dónde está el detalle?  En mi tocadiscos suena “Sunday Morning” de Velvet Underground.  

Me gusta, que digo, me encanta escuchar el sonido del recorrido de la aguja por los surcos de vinilo., siempre ha conseguido que me quede absorto para hacer un viaje por mis adentros. A veces, hasta el infinito con vuelta ipso facto a la realidad.

El viaje interno comienza e intento fijarme en el detalle.  Me pregunto, ¿cuál será el formato del mensaje de forma conocido?. Tal vez la grabación será una cinta de casette de 60 min o, mejor, una grabación con magnetófono abierto de bobina. Nada me hace pensar que se trate de una simple grabación digital, activada por app desde cualquier teléfono de alta gama. Ello arruinaría la belleza de la forma, lo romántico del momento, lo adorable del lugar…

Esa tarde, como todas las tardes, Jordi Blanch García jugaba su partido de padel con sus tres mejores amigos: Andreu, Marc y Paul.  Últimamente se había convertido en un rito. Los cuatro amigos esperaban, desde que se levantaban por la mañana, el momento para cargarse al hombro la bolsa con la pala, las pelotas y la bebida isotónica sabor limón. Las parejas, previamente establecidas: Jordi y Andreu VS Marc y Paul. Así el partido sería de fuerzas equilibradas y se aseguraban el disfrute de la tarde.

El trascurrir del tiempo les había llevado por un camino que uniría sus vidas desde niños.

Paul estaba de año sabático, siempre había sabido aprovechar el momento y el lugar para ser un vividor.

Marc había dado tumbos como contable en las industrias de la zona y ahora trabajaba como administrativo en el Mercat.

Andreu había heredado el negocio de su padre en una mercería de las de siempre donde encontrabas todo lo necesario para esos arreglos de ropa. El negocio no le haría rico pero si le daba para mantener la familia. En tiempos revueltos, Andreu se topó con el inusitado hecho de ver como, los lazos amarillos, se convertían en su producto estrella, ofreciendo también rayadas esteladas para el balcón. Así, cierto día, contó que Tomás, por todos conocido como “el fatxa”, había tenido la osadía de encargarle una bandera española lo que provocó la carcajada de Andreu y la ira en la mirada de Tomás que abandonó la mercería dejando tal portazo que rompió el cristal de la puerta.

Jordi, tras estudiar magisterio y volver al pueblo para casarse, había entrado en al Ayuntamiento tras las últimas elecciones. Estaba muy metido en partido independentista pero, ¿quién no lo está, tal como está la represión del gobierno central?

Jugaban apasionadamente, sin nada que pudiese distraer la atención de su competición, salvo la misión que, fuera de horas, se había encomendado a Jordi. A la hora del comienzo del partido, justo en el pequeño descanso entre juegos, sonaba la melodía “xilófono” de su nuevo smartphone. Se trataba de la alarma que le avisaba de su cometido diario.

La tarea encomendada, como novato de ayuntamiento contratado para realización de prácticas, era activar la grabación que se emitiría desde los altavoces de la plaza del pueblo. Mediante el wi-fi del Centre Sportiu podía utilizar la app que días atrás el informático Francesc había ideado para el grupo al mando del ayuntamiento. A veces, Jordi bromeaba con Marc, al que le unía, además de su amistad, el parentesco de ser cuñados ya que ambos estaban casados con las hermanas Ferriú. La broma era simple, algún día sonaría aquella canción de Ilegales que tanto les gustaba y que decía aquello de “quiero ser millonario, para olvidarme de los amigos…” Eso era algo que ellos nunca harían, olvidarse de su amistad. Otras frases de la canción si las habían llevado a cabo como aquella noche en la que a gritos decidieron refrescarse y “bañarse desnudos en la fuentes públicas”.

Ya era septiembre y, esa tarde no sonó la canción de Ilegales tanto deseada por el grupo de amigos, sonó el mensaje. El mismo mensaje que sonó ayer y el mismo que sonará mañana.

Aquel mensaje calaba como el agua que les caía de aquella fuente pública. Iban desnudos. No habría problema ya que vestidos el agua saturaría la ropa y, cuando uno está empapado, en lugar de mojar, el líquido elemento escurre por los pantalones, discurre por el zapato, cae al suelo y se pierde por la alcantarilla. Eso no pasaría nunca con el mensaje. Este calaba pero, payeses ellos convencidos, eran capaces de captar más y más ya que su capacidad de almacenaje de odio era infinito.

Conocido del pueblo era el “héroe de la guerra” contra los “fatxas”. De padre  burgués y madre andaluza nació, en aquel octubre del 34. Diego contaba con 5 años el día en que Cataluña, de la mano de sus políticos, decidió ser  Estado independiente. Todo el mundo recordaba el casteller que, a modo de celebración y como parte de las actos de la proclamación, culminó aquel pequeño de apenas un lustro enarbolando la insignia del país recién nacido. Tras el acto que le haría famoso, pasó la guerra animando con sus gracias de pequeñuelo a los militares republicanos que hacían noche en la villa, antes de dirigirse a la lucha fraticida.

Diego, ya con 89 años recién cumplidos, no estaba para muchos trotes, pero conservaba su integridad mental y cierta facilidad de movimiento físico.

Era de prever que el fallo de red ponía en peligro la emisión. Para ello el abuelo Diego se preparó con aquello que más le sobraba al cabo del día, tiempo.  Tiempo para pensar, tiempo para organizar los preparativos, tiempo para que nada falle, tiempo para revivir su momento, con puño en alto y bandera al aire, en la cima del casteller.

La idea de su nieto, el alcalde, le recordaba aquellos momentos que añoraba de su dura niñez. Momentos que, aunque eran de guerra y dolor, para él significaban familia, amigos, niñez, unión, reconocimiento… y, ¿quién no recuerda de manera nostálgica su infancia por dura que sea? ¿quién no recordaría el momento épico del niño en lo alto, tocando el cielo?.  En tiempos de guerra, el sonido de los “altoparlantes” (megáfonos) avisaba al pueblo de la proximidad del peligro y ello significaba que irían al sótano donde jugaban mientras pasaba el peligro, del que tan sólo su inocencia los mantenía ajenos. Ahora el sonido de aquellos mensajes revivía momentos pasados de tiempos sin arrugas en el rostro.

El abuelo Diego tenía aquel maravilloso magnetófono abierto de bobina, regalo de su padre Miguel (el panadero) al cumplir los 11 años. Con el magnetófono estaría siempre preparado para el fallo del mensaje. Su idea era que nadie se quedase sin su doctrina diaria.

Aquel día, Diego conservaba entreabierta la puerta del balcón preparado para recibir  su dosis diaria de odio independentista. Fue entonces cuando dicen que vieron a Jordi corriendo en dirección al ayuntamiento, eran los 20:03 y el mensaje no sonaba. Al pasar por la farmacia, Merche se temía lo peor, algo había pasado.

– Jordi, Jordi, que està passant?

 – Ha fallat. El missatge …

En la misma plaza, todos miraban a lo alto del ayuntamiento donde se situaban aquellos altoparlantes modernistas que,  en ese momento, más bien podrían ser “mudoparlantes”. Sus caras eran un catalogo de expresiones ante la duda y el estupor. Hasta los niños habían parado el partidillo de la plaza, buscando con la mirada el abrigo de los brazos de sus padres, al sentir lo anormal del momento y la aparición del miedo a lo desconocido.

Jordi había cruzado la plaza y entrado en el Ayuntamiento. Olía a madera rancia y papel almacenado. Las imágenes de los “presos politics” adornaban todos los rincones de la Casa Consistorial. Al subir las escaleras vio que algo pasaba en la sala de Juntas, donde se ubicaba el equipo informático emisor del mensaje, así como el sistema de audio para ello.

Pantalla de “Error fatal”. El equipo necesita ser reiniciado, las nuevas actualizaciones requerían reiniciar el ordenador. Sin tiempo para cumplir el propósito encomendado, Jordi sabía que ese día no habría emisión. 

Desde la casa de Diego, en la plaza del pueblo, era visible el ajetreo de la caída de la tarde y la llegada de sus viejos conocidos al bar de “la Maru”. Para entonces ya había abierto, de par en par, la puerta balconera de la habitación.

La tarde en la que el mensaje no sonó, Diego los veía a todos pendientes del edificio Consistorial. Sabía que esperaban su dosis de rencor, sus pastillas contra la solidaridad, sus inyectables pro-rabia y su psycotherapy, la lobotomia del pueblo y para el pueblo.

Diego, republicano de postin e independentista hasta la médula, no parecía dispuesto a dejar pasar la oportunidad ofrecida por la avería del sistema de lobotomización. Esa tarde sonaría, no más fuerte, pero sonaría.

Sus 89 años se agachaban para coger el altavoz. No distaba de la ventana del balcón por la que sucedería todo, pero sus fuerzas eran las justas. Con más voluntad que fuerza, sacó al balcón la caja de madera de color nogal, sintiendo un alivio tremendo a la hora de dejarlo caer al suelo. El “tac” del encendido del magnetófono  inundó la habitación de un rumor proveniente de la señal acoplada del equipo de música. Se dirigió a la alacena donde guardaba las cintas, cientos de horas de grabaciones de todo tipo. Buscó entre el desorden de los años de grabaciones. No era la primera que estaba a la vista pero sería perfecta para el momento. La cogió, con el cuidado del respeto a todo lo que conservaba de su época de juventud. Se dirigió hacia el viejo magnetófono que le esperaba, como toda la vida, y presionó el “play”. Los motores del magnetófono tardaban en coger revoluciones pero, cuando lo hacían, funcionaban como el primer día.

Los congregados en la plaza sentían un extraño alivio generado por lo que parecía iba a ser la entrada, en sus pabellones auditivos de la droga diaria.

Como digo, desde el exterior, se empezaba a escuchar el chisporroteo de la grabación analógica pero nadie era capaz de presagiar lo que sucedería. Parecía el comienzo del mensaje, pero venía de otra ubicación.

Diego quedo con sus ojos fijos en la cinta pasando por los bucles y flotando por el cabezal del magnetófono. Era una eternidad la pasada, pero siempre sentía su efecto hipnotizador y los años trascurridos no la habían conseguido anular.

Jordi, comenzó a escuchar el nuevo mensaje. Sabía que no era exactamente igual, pero le parecía conocido. Atónito, abrió la ventana de la sala de Juntas y observó que sus vecinos del pueblo miraban y señalaban el balcón del edificio donde vivía el abuelo del alcalde, “el abuelo Diego”.

Diego, lo tenía claro. Era lo que quería. No se trataba de su primera cinta, pero era la indicada. Algún chirrido era perceptible, indicador de la vejez del equipo y de la dureza de la cinta de grabación. También andaba algo pasado el plástico del carrete.

De la antigua alacena no sólo cogió la cinta, también la botella que aquel primo suyo le trajo de sus años de exilio en Moscú. Como Diego decía “era vodka ruso del bueno, sólo alcohol, pero bueno”. Aún sin abrir, esperaba el momento que había llegado la tarde en que no sonó el mensaje.

Los tres amigos de Jordi, Andreu, Marc y Paul, habían seguido los pasos de su amigo y, en ese momento, llegaban a la plaza. Lo habían visto muy preocupado y dejaron el partido, sabían que ese día no jugarían más pero sí tomarían más cervezas, que otros días, en el bar de “la Maru”, a más tiempo… ya se sabe. Cuando llegaron a la plaza se unieron al grupo que miraba al balcón del abuelo Diego. Allí estaba también la mujer del alcalde, la farmacéutica Merche de la cuál seguía prendado Marc, fruto de un amorío de juventud.

Unidos, compartiendo lo inesperado del momento vieron salir a Diego al balcón. La puesta en escena contaba con un marco inmejorable. La vieja balaustrada había sido decorada, meses atrás, con una estelada y dos grandes lazos amarillo, uno en cada esquina del balcón. A su derecha, sobresalía del suelo una caja de nogal a través de la cuál sonaron los primeros acordes que todos reconocieron al instante.

Diego había salido al balcón. Con la pasada de su mirada había reconocido a los vecinos congregados. Ellos observaban complacidos y expectantes. Abría sus brazos al aire totalmente desnudo, los compases de la música arrancaban. Su brazo izquierdo se alargaba pretendiendo tocar el cielo, su mano extendida con la palma hacia arriba parecía contener las nubes. Su brazo derecho, en simetría con el izquierdo, cerraba su puño para sostener la botella de vodka. Vodka del bueno.

Empapado de odio independentista, maravillado por la facilidad de manipulación del rebaño separatista, sonreía de satisfacción al ver a sus vecinos payeses reconocer la puesta en escena.

Con un habano en la boca y un mechero en la otra, apareció en escena su hijo, el alcalde. Tras Diego, complaciente, miraba a su pueblo recontando presentes y ausentes para posterior toma en consideración. Había sido aleccionado por su padre Diego, para la situación dada, la puesta en escena estudiada y la ocasión única.

La presencia de su hijo preparado entraba dentro de lo previsto, sería un actor más, secundario, pero actor. El alcalde levantó el brazo y acercó su mano a la de su padre que sostenía el cielo. Sin llegar a tocarse ambas manos permanecieron alzadas unos segundo cuando de la del alcalde parecía sobresalir un pequeño objeto. Era el mechero que inmediatamente prendió decidido junto a la mano de su amado progenitor.

El momento sería épico, cuando la llama del mechero prendió la palma de mano cuan venida del Espititu Santo, el éxtasis se desató. El resto de vodka había sido derramado desde la cabeza a los pies, sirviendo para el encendido de la antorcha humana en que se había convertido Diego. Las llamas cubrían la totalidad del cuerpo cuando la sonrisa de Diego ya no cabía en su rostro.

Sus vecinos rompieron a aplaudir, a llorar de alegría, saltaban, corrían… El grupo de amigos del pádel señalaba el impresionante casteller que había comenzado, de manera espontánea, en el centro de la plaza, mientras los músicos del pueblo hacían sonar sus flautas al ritmo de la música que sonaba por los altavoces. 

Jordi, desde el balcón del ayuntamiento, trataba de escuchar detrás de todo el jolgorio, el agudo sonido de las flautas y el murmullo proveniente del cielo, por donde se aproximaban los bombarderos Dornier Do 17, las notas de la canción…

Pudo escucharla y Oh! Si, era esa canción…

Ciertamente, ESTO NO HAY QUIÉN LO ENTIENDA.


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